Por Uriel Escobar Barrios, M.D.
La vida es una preparación para la muerte. La manera como una persona asume los eventos de la cotidianidad en su relación consigo mismo y con los demás determina en gran medida la forma en que finaliza su existencia física.
La tanatofobia (miedo a la muerte y a todo lo relacionado con ella) es una actitud bastante común en las personas; por lo menos, aquellos que trabajamos en el acompañamiento clínico a quienes padecen algún tipo de alteración psicológica o emocional somos testigos de la angustia y los pensamientos obsesivos que giran alrededor de este tema en un número muy importante de consultantes.
Este temor afinca sus raíces en el pasado ancestral del ser humano como criatura viviente, porque el primer imperativo que introyecta en su vida como mandato evolutivo de cualquier organismo viviente, es la preservación de su vida. Esta conducta de supervivencia, que es instintiva en todas las especies del reino animal, adquiere unas características muy distintas en el humano, gracias al desarrollo superespecializado de las estructuras cerebrales y de la conciencia.
Acerca de lo que sucede después de la muerte física se han elaborado una serie de mitos que contribuyen a incrementar la incertidumbre y el temor ante este hecho, que es tan natural como nacer, crecer y procrear. Todos son estados que el ser debe atravesar de manera indefectible durante su encarnación.
¿Puede una persona prepararse para morir en un estado de aceptación y haciendo las paces consigo misma y con quienes la rodean? Sí es posible. Algunos psiquiatras, como Elisabeth Kübler Ross (1926-2004), se han dedicado a indagar los procesos para la elaboración del duelo luego de la pérdida de un ser querido o ante la inminencia de la propia muerte.
El primer paso para lograrlo es aceptar que la vida se esfuma en cualquier instante como agua entre los dedos. Esta reflexión me surge porque hace algunas semanas una persona con la que realicé trabajos colaborativos en el área de la salud mental me comentaba llena de alegría que ahora que había logrado pensionarse dedicaría los últimos 20 años de su vida al contacto con la naturaleza, a leer, escribir y reflexionar.
Hace dos días me dieron la noticia de que había padecido una sepsis (infección generalizada) que terminó en su deceso. Mi primera reacción fue de incredulidad y de estupor: ¡cómo alguien con tantas ilusiones y deseos por vivir termina en el regazo ineluctable de la muerte! Inmediatamente rememoré las reacciones psicológicas y emocionales que me provocaron en el pasado el fallecimiento de mis padres.
En ese entonces solo atiné a expresar gratitud al creador por haberme permitido el privilegio de compartir durante muchos años con seres que me brindaron no solo cuidados físicos, sino el cobijo protector de la compasión y el amor incondicional. En este caso, también sentí gratitud por esta persona que me prodigó un profundo afecto. Nos veremos.
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