Por Uriel Escobar Barrios, M.D.
La corrupción no es simplemente una conducta reprochable desde el punto de vista ético o legal. Es, más bien, un fenómeno complejo que involucra componentes biológicos, psicológicos y sociales, profundamente entrelazados.
Desde la perspectiva psiquiátrica y neurocientífica, entender al corrupto implica explorar qué ocurre en su cerebro, cómo se configura su personalidad y qué factores del entorno potencian su actuar. Corromper es, en esencia, actuar con plena conciencia en detrimento de otros, alterando el sentido moral en beneficio propio. En algunos casos, esta conducta se transforma en un estilo de vida, y detrás de ello pueden existir verdaderas modificaciones en la arquitectura cerebral.
Una de las regiones cerebrales más implicadas en este fenómeno es la corteza prefrontal ventromedial (CPFVM), área fundamental en la toma de decisiones, el juicio moral y la regulación emocional. Cuando esta zona presenta fallas estructurales o funcionales —observables a través de técnicas como la resonancia magnética funcional—, se pueden afectar las respuestas ante eventos estresores. Esto se manifiesta en comportamientos caracterizados por la frialdad afectiva, la ausencia de culpa, el desinterés por el sufrimiento ajeno y una tendencia a priorizar el beneficio propio por encima del bienestar común.
Estos cambios no ocurren de manera aislada: la CPFVM está conectada con otras estructuras como el tálamo, la amígdala y el hipocampo, que regulan las emociones, la memoria emocional y la evaluación de amenazas. Una disfunción en esta red puede provocar que el individuo perciba la amenaza no como un llamado a la reflexión ética, sino como un obstáculo que debe superar sin importar los medios.
También hay factores hormonales en juego: por ejemplo, niveles elevados de serotonina en el sistema nervioso central pueden favorecer conductas oportunistas y manipuladoras; al contrario, individuos con bajos niveles de transportadores de serotonina tienden a ser más sensibles a la injusticia, más honestos y con menor tolerancia a la inmoralidad. Las neuronas espejo, que nos permiten empatizar con otros, también pueden estar comprometidas en personas con comportamiento corrupto. Su funcionamiento deficiente limita la capacidad de comprender el sufrimiento ajeno, lo que favorece una conducta insensible y fría.
No obstante, la corrupción no requiere siempre de una base neurobiológica alterada. Todos los seres humanos tenemos el potencial de ser corruptos. La corrupción puede surgir también como respuesta adaptativa a un entorno permisivo, competitivo o carente de límites éticos. En este sentido, el medioambiente, las experiencias de vida y las decisiones personales juegan un rol decisivo.
La corrupción, más que un acto aislado, es una cadena de decisiones que refleja una desconexión con el otro, con la ética y con el sentido colectivo. Enfrentarla implica castigarla, pero también prevenirla desde la educación emocional, el fortalecimiento de valores y la creación de entornos donde el respeto y la empatía sean la norma, no la excepción. www.urielescobar.com.co
No hay comentarios:
Publicar un comentario